sábado, noviembre 01, 2025

La ceniza cae sobre los vivos y los muertos

La ceniza cae sobre los vivos y los muertos





La Virgen de las Nieves llegó esta mañana al cementerio de Nuestra Señora de Los Ángeles, en Las Manchas. En el día de Todos los Santos. Hacía sesenta y un años que la patrona de La Palma no recorría estos caminos. La gente se había reunido entre los nichos restaurados y la lava enfriada, cientos de personas que venían del valle y de la costa, con flores frescas en las manos.

Había paneles improvisados donde antes hubo tumbas. Nombres impresos sobre superficies que alguien había preparado, dispuestos allí donde la colada del Tajogaite había sepultado los nichos en sus últimos días de furia. Algunos muertos quedaron enterrados dos veces: primero por sus familias, después por el volcán. Y junto a los paneles, altares espontáneos: fotografías de rostros que sonríen desde otro tiempo, flores blancas y rojas, velas que temblaban con el viento del océano.

Los vivos se movían despacio entre las tumbas. Una mujer depositaba claveles frente a la imagen de su madre. Un hombre tocaba con los dedos el panel donde estaba el nombre de su hermano, como si así pudiera atravesar la roca negra que los separaba. Los niños preguntaban en voz baja por qué algunos muertos estaban debajo de la lava, y las respuestas, cuando llegaban, eran apenas susurros.

Había algo en aquel lugar —en aquellos altares levantados sobre la escoria— que hablaba de una verdad antigua. Los muertos no se van del todo. Permanecen con nosotros de formas misteriosas, influyendo en nuestros pasos, en la manera en que amamos y recordamos. Están en las decisiones que tomamos pensando en lo que ellos habrían querido, en las historias que contamos sobre ellos, en los huecos que sus ausencias dejan y que nadie más puede llenar.

La ceniza del Tajogaite había caído sobre todos por igual durante aquellos meses terribles: sobre los vivos que huían, sobre los muertos que descansaban en sus tumbas, sobre las casas y los campos. La ceniza, democrática y terrible, no distinguía. Pero hoy ya no caía. El volcán dormía de nuevo, y donde hubo solo destrucción comenzaba a aparecer algo diferente: no olvido, sino memoria; no desesperación, sino una continuidad obstinada que insistía en seguir tejiendo los días.

Cuando la procesión se alejó lentamente del cementerio, muchos se quedaron un rato más. Arreglaban las flores, encendían velas nuevas, tocaban los paneles con los nombres como si así pudieran tocar a quienes nombraban. Y en sus rostros, junto al dolor, había algo más: la determinación de quien sabe que la historia no termina con la destrucción, que después del fuego viene siempre —si hay quien lo busque— un nuevo comienzo.

La ceniza cae sobre vivos y muertos. Pero a diferencia de la nieve que enfría, la ceniza volcánica es tierra fértil. De ella brotará vida nueva. Los muertos permanecen, influyendo sobre los vivos con su silencio, recordándonos lo frágil de cada día. Pero los vivos continúan, llevando esa memoria, plantando flores donde hubo lava, nombrando a los que ya no están.

Y mientras haya quien regrese, quien recuerde, quien lleve flores frescas a los altares improvisados, los muertos no estarán verdaderamente enterrados. Vivirán en los gestos de los vivos, en su memoria que se niega a desvanecerse, en su esperanza que persiste a pesar de todo. La peregrinación continuará por otros pueblos de la isla en los próximos días, pero aquí, en Las Manchas, algo se había cerrado y abierto a la vez: un círculo de memoria, un pacto silencioso entre los que se fueron y los que permanecen, entre la ceniza que cubre y la mano que descubre, entre el final y lo que todavía es posible.